Una casa en la sierra


(Se irán incluyendo capítulos de esta historia que intentará ilustrar algunas
enseñanzas morales y éticas derivadas de la Palabra de Dios).

En un pueblecito de la Andalucía española, allá donde el cielo es intensamente azul y los campos en primavera están salpicados de flores diversas, allí donde las amapolas compiten por acompañar a los trigales en su danza con el viento, las jaras adornan los montes y el tomillo y romero perfuman la sierra, había una propiedad grande y espaciosa, que por aquellas tierras se llama cortijo y en otros lugares “hacienda”.

Aquel cortijo, situado en medio de un campo rodeado de olivos, estaba compuesto por varias edificaciones reunidas alrededor de un gran patio con un pozo cuyo brocal estaba bien tapado para evitar accidentes. A un lado del patio, una parra cubría parte de éste aportando sombra refrescante en verano y ricas uvas en otoño. A este patio se abrían las estancias o habitaciones de la casa: dormitorios, sala de invitados, comedor, cocina etc.

Y lo más hermoso del mismo era que estaba lleno de macetas con plantas diversas que eran muy cuidadas por las mujeres del cortijo: la señora María, dueña del lugar, su nuera Elena y Brígida, una mujer ya entrada en años que había vivido siempre allí; ella conocía el lugar mejor que nadie ya que había permanecido allí desde que era pequeña, y se conocía todas las historias de muchos kilómetros a la redonda.

Lejos de esta casa se levantaban las edificaciones que servían para los animales:
caballos, cerdos, gallinas y un rebaño no pequeño de cabras y ovejas que cada día era sacadas a pastar por los campos y que por la noche eran recogidas de nuevo en los establos.

En aquel cortijo vivían varios niños de entre 4 y 12 años. Laura, la pequeña era una pequeña vivaracha de grandes ojos azules y curiosidad constante por todo. Ella era el mimo de todos y aunque su madre deseaba que permaneciera en casa el mayor tiempo posible, ella corría siempre que podía detrás de sus hermanos, Toni e Isabel. Toni el mayor, de cara sonrosada y alegre, era el jefe del grupo; lo que dijera Toni era aceptado sin rechistar. Isabel, de 8 años, era más callada y reflexiva. Y al trío de estos muchachos se les unían, de lunes a viernes, sus tres primos que vivían en otro cortijo algo lejano:

Miguel de 11 años, intimo de Toni y Javier de 9 que siempre estaba intentando emular a su primo mayor pero que se contentaba con estar junto a Isabel.

Además estaba otro pequeño, Luís que tenía 7 años y al que una cojera le impedía caminar con soltura, pero no por ello se quedaba en segundo plano.
Como el pueblo más cercano, Olivas, estaba a varios kilómetros y los caminos eran bastante malos, los niños tenían una institutriz o maestra que vivía en el cortijo y que les ensañaba lo propio para su edad y formación.

Las clases tenían lugar en una habitación habilitada para tal fin pero, cuando el tiempo lo permitía, no era infrecuente salir al patio y debajo de la parra, en la gran mesa de madera, realizar las tareas. Desde luego allí las lecciones parecían más divertidas ya que las mismas eran a menudo interrumpidas por la llegadas de alguna visita, el nacimiento de algún animal, acontecimiento que era muy frecuente y que los chicos no querían perderse, la llegada del cartero o simplemente una tormenta de verano que, con su aparato eléctrico, asustaba y fascinaba, por partes iguales, a los niños.

La profesora era una mujer especial. Antes que ella habían pasado por el lugar varias, que al poco tiempo se iban por motivos varios, y no siempre bien explicados. En ocasiones aducían que sentían nostalgia de su casa, otras que la vida en el campo no les sentaba bien “no le privaba”; decía una, alguna, incluso, dijo que le daban poco de comer etc. Pero la verdad, aunque no lo quisieran confesar, era que bregar con los seis niños llenos de energía era bastante difícil. Ellos se entendían tan bien que con una mirada se ponían de acuerdo en hacer fechorías, y, ¡desde luego que las sabían hacer!

Pero la profesora actual, llamada Inés, tenía el don de la paciencia, de la comprensión y del amor a partes iguales y solía disculpar, entender y perdonar a los chicos algunas de sus trastadas. ¡No eran malos chicos, no!, y tenían unos sentimientos que era necesario cuidar. Y siempre estaba atenta a educar, a enseñar usando para ello los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana.